Estaba sentado en una banquita de madera verde vieja, mirando a la gente pasar. Eran aproximadamente las diez de la mañana. Cuando de repente, vi pasar una mujer; tendría unos cuarenta y cuatro años más o menos, la piel de sus mejillas empezaba a colgar. Entró en una librería de libros católicos.
Hay algo en mí, quizá un impulso que todos los hombres sentimos, que me propulsaba hacia delante, a levantarme de mi banquita verde para interrogarla acerca de su vida.
Unas horas antes, cuando recién salía de mi casa en bicicleta, una mujer de setenta y cinco años, parada tras la media reja de su casa, me detuvo a gritos. No lo pude evitar, somos seres curiosos ¿qué no?, regresé para ver qué quería la señora de Isaac, porque así se presentó, como la señora de Isaac de Alayala, o algo parecido (lo siento señora olvidé su apellido de soltera).
Pero resulta, que en estos tiempos en los que vivimos, muy poca gente está dispuesta a tener conversaciones, o al menos eso me parece. O quizá todos fingimos estar ocupados, ser importantes. Deberíamos aprender del pájaro, que solamente come lo que encuentra y no le importa ser recordado.
Pero volviendo al tema. ¿Cómo transgredir los espacios personales? Se preguntan. Bueno, es muy sencillo. Aunque quizá la respuesta los decepcione.
La señora de Isaac de Alayala se casó con un Libanes que murió de un infarto mientras dormía. Ella se despertó a medianoche y notó que algo no andaba bien. Movió a su esposo, lo llamó por su nombre. Él no contestó. Cuando la señora de Alayala cayó en la cuenta de la muerte del amor de su vida (así me lo dijo. A pesar de que el Libanes era tremendamente celoso, y le prohibió rehacer una vida amorosa después de su muerte), cuando cayó en la cuenta de que su marido estaba muerto, fue tal su pánico que empezó a gritar (le contaron, porque ella no lo recuerda) y después dice que despertó en una clínica conectada a un suero.
Bien. La señora Alayala, parada tras la media reja de su garaje, en un día nublado a las siete y media de la mañana, me llamó a gritos. Yo acepté escucharla, acepté que ella transgrediera mi vida, y yo la de ella.
Esa es la respuesta. Un mutuo acuerdo en el que, en estos tiempos, es muy raro.
Aunque siento que todo está en mí, en las sensaciones que siento y cómo las transmito. Si te sientes en calma, seguro de ti mismo, como si estuvieses sentado en el pico más alto del Everest, las personas con las que interactúes se sentirán del mismo modo.
Así es, ¿la respuesta está en nosotros?