Toma el autobús que lo llevará a la entrada del subterráneo, el metro, a eso de las once y cuarto de la mañana. Su cabello es canoso y lleva un maletín de tela negra. Y por alguna razón, pues aunque es mas conveniente colgarse el maletín del hombro, se aferra a llevarlo por la agarradera de mano. Esto le impide tener una buena sujeción. El va parado, nadie le ha cedido el asiento.
Es un día despejado, sin nubes. Durante el trayecto el microbús tiene que evadir un par de carros estacionados al costado de la avenida.
Y me pregunto, sin más, ¿qué estará pensando este señor? ¿Qué lo motiva? Sin poder llegar a una resolución a estas preguntas, lo observo detenidamente.
Parece que antes de salir de casa se pasó el cepillo por el cabello, acomodándolo hacia atrás. Trae zapatos de piel, también negros, también viejos. Se nota porque la piel, después de un uso prolongado, toma cierta elasticidad.
Golpea a un joven, que va sentado, en la cabeza, con su maletín, el cual, por cierto, parece que lo lleva vacío.
Y aunque es viejo, se le nota algo de roble.
Cuando el camión llega a la base de camiones, todavía hay que caminar unos doscientos pasos entre puestos de comida, chucherías para la electrónica, discos de música por diez pesos, botanas baratas en bolsitas de plástico, para llegar a la entra del metro.
Su andar es firme, incluso rápido.
¿Cuántas mujeres habrá amado en su vida? ¿Cuántos hombres? ¿Cuántas desgracias?
El viejo señor se va al fondo del andén, desapareciendo entre la multitud acumulada entre los minutos.